Y esa red no dejaba nunca de cambiar, al igual que una vida no deja de fluir, mutar y transformarse.
Y como toda historia tiene su principio, la primera cicatriz te la daba la propia vida en el instante de nacer, y pertenecía a lo más intimo de cada individuo. Era la cicatriz invisible, cuyo significado sólo se alcanzaba a comprender en la madurez.
A esta primera palabra del relato le seguía la segunda, y esa era ni mas ni menos que el ombligo. De esa cicatriz natural partía el mosaico imposible de lineas y espirales que narraban las memorias del individuo. Todo lo que le sucedía a lo largo de su vida se plasmaba en su piel.
Al final, llegado el día de su muerte, y ante toda la tribu, se leía en voz alta el relato de su existencia, empezando por el ombligo, y se rendía así el último homenaje al miembro que se despedía para siempre de la familia. La piel y sus marcas se esfumarían para siempre, pero no el recuerdo de esa noche en la que, junto al fuego, se leyó su vida.
De esta forma los miembros de la tribu de aquel fantasmagórico desierto burlaban al tiempo y a la lógica, y se hacían inmortales...
Inmortales como las mismas arenas que poblaban.
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| Tinta. Sketchbook. |
